EL PECADO que CASI NADIE se atreve a predicar
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Hay un pecado del que pocas veces escuchamos desde los púlpitos modernos. Un pecado que la escritura condena repetidamente, que destruye iglesias, arruina ministerios y separa familias, pero que rara vez se menciona porque confrontarlo requiere valentía pastoral que pocos poseen.
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No hablo de los pecados seguros que todos estamos cómodos denunciando desde la distancia. Hablo de ese pecado que acecha en los bancos de nuestras iglesias, que se esconde detrás de sonrisas dominicales, que se disfraza de espiritualidad, pero que pudre el alma desde adentro. La pregunta no es si usted conoce este pecado, sino si está dispuesto a escuchar lo que la palabra de Dios tiene que decir al respecto.
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Porque la verdad que vamos a confrontar hoy no viene de opiniones humanas ni de tendencias culturales, sino directamente del trono de Dios. Y esa verdad, amados, tiene el poder de liberarnos o de condenarnos dependiendo de cómo respondamos a ella. El pecado del que casi nadie se atreve a predicar es la amargura.
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Ese veneno silencioso que se cultiva en el corazón herido, que se alimenta de ofensas recordadas, que crece en la oscuridad de pensamientos no rendidos a Cristo. La amargura no grita, no llama la atención como la inmoralidad sexual o la embriaguez. Por el contrario, se viste de dignidad ofendida, de justicia personal, de derecho legítimo a estar resentido.
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Y precisamente por eso es tan peligrosa y tan raramente predicada, porque requiere que el predicador confronte no a los pecadores de allá afuera, sino a los santos sentados en los bancos, que guardan rencores, cultivan resentimientos y justifican su falta de perdón. El escritor de Hebreos nos advierte con claridad meridiana, mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios, que brotando alguna raíz de amargura os estorbe y por ella muchos sean contaminados. Hebreos 12:15.
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Notemos la progresión devastadora que describe este pasaje. Primero, hay alguien que deja de alcanzar la gracia de Dios. No es que la gracia sea insuficiente, sino que esta persona no la está apropiando, no la está recibiendo, no está viviendo bajo su poder transformador. La amargura siempre comienza con un alejamiento de la gracia, porque la gracia nos enseña a perdonar como hemos sido perdonados.
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Segundo, brota una raíz de amargura. La imagen es profundamente instructiva. Una raíz crece bajo tierra, invisible a los ojos. Nadie la ve desarrollarse, nadie nota su expansión, pero está ahí extendiéndose, profundizándose, fortaleciéndose.
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Del mismo modo, la amargura raramente comienza como una explosión visible de odio. Comienza como un pensamiento pequeño. No merecía ese trato. Tenía razón en enojarme. Nunca voy a olvidar lo que me hizo. Esos pensamientos son las semillas. Si no son arrancadas inmediatamente por el arrepentimiento y el perdón, echan raíces y esas raíces crecen en secreto, alimentadas por ensayos mentales de la ofensa, por conversaciones imaginarias donde finalmente decimos lo que pensamos, por escenarios fabricados donde obtenemos vindicación. Tercero, esa raíz estorba.